Después de las dos y media pasado meridiano
¡Estos malditos perros estigios! Negando con la cabeza. Cuando mis venas revienten van a comportarse como es debido. Habla camino del lavaplatos. La voz es complementada con el sonido que produce la taza sobre el plato, que sostiene en la mano inquieta.
¡Me quieren matar!
Mira el techo de la cocina.
Bendito Dios, fuerzas es todo lo que te pido.
Palabras pronunciadas con no más de diecinueve minutos de diferencia mientras permanece despierta.
Deja la taza sobre el lavaplatos.
Se desplaza como si cada año le hubiese colgado una pata de elefante. Toma la olla con grasa caliente que está sobre la cocina, sujetándola con ambas manos. Vierte su contenido en un recipiente de vidrio que minutos antes colocó en el suelo. Cuando está a punto de terminar el trasvasije, la grasa, presedida por un chasquido termina en el suelo.
¡Esta es la cola de Satanás!
Grita, con la olla en una mano.
¡¿Quién más podría ser?!
Eleva la vista mucho más alla del cielo raso.
Arroja la olla sobre la cocina, y se desplaza pesadamente hasta el lavaplatos, coge un paño para limpiar la grasa que no se ha filtrado por las rendijas del piso.
Con el antebrazo se limpia la frente, el sudor brilla en ambas superficies.
El aire sofoca y las aletas de la nariz se tensan por adquirir más aire. Afuera de la casa las sombras tienen la movilidad de un tronco, el sol las envía nítidamente al suelo.
Estos pequeños canallas, ¿a qué hora se dignan llegar?
Se dirige al lavaplatos, cambia de rumbo, ve detras de la mesa, súbitamente se levanta, camina hasta llegar al mueble de la loza, toma la delgada y flexible varilla de mimbre apollada en el mueble.
Han pasado doce minutos, exclama su lacónica súplica.
Bendito Dios, fuerzas es todo lo que te pido.
Acerca una silla a la puerta abierta y se sienta a esperar con la varilla en la mano, llevándose una mano al pecho. No espera mucho, porque entran dos personitas. Juguetean entre ellos.
Cada uno recibe dos golpes, la varilla se ciñe a sus cuerpitos. Los compases se elevan tres desafinadas octavas.
¡Va! se creen tan hombrecitos y ahora llorando como niñas.
Bonachona se torna su expresión mientras se los dice.
Callados, pero aún con lágrimas, van a sentarse en la banqueta, apoyada contra la pared y oculta por la mesa.
Si se afiebran por el calor, tendré que azotarles nuevamente por desobedientes.
Carajo.
Terminó de decir.
Continuó.
¡Salir a jugar con semejante sol! Parece que este es el primer año desde que tengo razón, en que podríamos hacer fuego con la tierra.
Los niños callados trazaban figuras sobre la mesa.
En vez de haberme ayudado a vaciar la grasa, miren, pero miren, aquí ¡al piso!.
Dijo.
Cuando satanás mete la cola no hay caso.
Septiembre incrédulo
Irrumpió suave y limpiamente, sin dejar rastro alguno en el limpio aire. El característico sonido de las turbinas hizo girar las cabezas antes de dar contra la cara del edificio, la trayectoria fue de tal índole, de ello hay suficientes ángulos para asegurarlo, que el avión terminó completamente absorbido en éste. Inmediatamente, antes de pestañear incluso, la repetición llenaba una y otra vez la pantalla, sintonizando a los televidentes en un momento y lugar específico. Entre tanto el combustible inflamado evacuándose a través del foso de los ascensores fluctuaba apresuradamente en el elástico vaivén aire-vacío abofeteando huesos asépticamente.
Los golpes eran cortos y nítidos a pesar de estar suficientemente amortiguados. En el interior del edificio un grupo corre en la semi oscuridad sin preocuparse del irregular compás que marcan esos golpes e ignorando el jugueteo del cono que proyectan las linternas en el polvo suspendido, polvo que incluso en sus pulmones se caracteriza ingrávido. Afuera los paquetes de agua y huesos siguen con su irregular escape de las llamas.
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