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miércoles, 4 de abril de 2007

Adagio


Marcelo Contreras
R
ecuerdo que ella estaba recostada sobre la cama; mientras, yo de pie junto a la ventana, observaba un pequeño jardín a través del espacio que me permitían las cortinas semi abiertas; jardín que me era imposible ignorar cada vez que entraba en esa habitación, pero lo que me atraía no se debía al orden propio de la intervención del hombre, sino más bien, a lo rústico y silvestre. La fuerza de cada planta por sobreponerse a las adversidades, fieles intérpretes de la vitalidad tantas veces anunciada por Nietzche. Ahora que lo pienso, siempre he preferido este último tipo de jardín, y al compararlo con Andrea podría pensarse que ella es su equivalente femenino; pero no lo es, ella es la frágil sutileza decantadora del alma.
No puedo cuantificar el tiempo que estuvo cada cual con sus divagaciones. En algunas situaciones el silencio resulta ser atemporal por excelencia. Aún así, es tan fácil llegar a estas situaciones como salir de ellas; de reojo y por un instante me pareció que la blusa de Andrea dejaba caer un botón. Al girar, nuestras miradas se cruzaron, un impulso me dominó y comencé a avanzar hacia ella a pesar del temor hormigueante. Sin embargo, al ver la delicadeza de su cuerpo proyectado sobre la cama, el reflejo en la ventana, alejé todo indicio de vacilación; fui directo a ella, puse mi mano sobre su cadera y la besé. En seguida, un quejido atravesó mi corazón y una lágrima de alegría refrescó mis ojos. Trató de apartarme en un intento vano de represión, quizás intuyendo que éramos arrastrados por un irrefrenable deseo, pero sus labios la traicionaron. Junto con besarla y tocarse nuestras lenguas, mi mano se deslizó por su contorno abrupto y palpitante. La ropa, al cabo de unos latidos, ya no se interponía entre nosotros; guiado por la calentura, dialogué con su entrepierna hasta sentir la sofocación e impregnarme de su olor. Ella, carente de todo pudor, acercó mi falo a su cuerpo y comenzó a cargar, abajo, luego arriba...

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